Informática dígame… (1) Las llamadas

El teléfono. Ese maldito cacharro por el cual maldigo a Antonio Meucci o a Graham Bell, o a ambos, qué puñetas. Ese sonido irritante que suele ser el antecesor de algún marrón. Ese momento en que estás en la mesa, cacharreando el Directorio Activo, maquetando equipos como si no hubiera un mañana, revisando el inventario, o viendo en YouTube el video de las vecinas viperinas de Gomaespuma. En cualquiera de tales tareas, puede sonar el teléfono. Da igual que tengas el tono clásico como de timbre de bicicleta, o las Cuatro Estaciones de Vivaldi. Todos los tonos del teléfono suenan igual de asquerosos aunque tengas tu melodía favorita.

—Informática, dígame…
—Hola, sí, mira, que no puedo entrar.

Me recuerdo que la nómina me llega por atender a los usuarios, y no por hacer un chiste de «Si pone empuje es hacia adelante, y si pone tire es hacia atrás. De nada».

—¿Dónde no puede entrar?
—En la ainaturas.
—Disculpe, ¿dónde me ha dicho?
—¡La página de facturas!
—Vale, un momento…

No se puede hablar deprisa por teléfono. Bueno, entra dentro de nuestras capacidades. Pero la comunicación por una vía como la línea telefónica tiene ciertos inconvenientes. Algunos teléfonos tienen el micrófono demasiado ambiental. Lo mismo escucho a la persona que tengo al otro lado de la línea como el sonido de la cafetera, o la fiesta que tienen detrás sus compañeros. Mi favorito (no) es cuando me llaman desde el móvil y están desde la Renfe. Ahí, escuchando los trenes de fondo. Perfecto para hacernos entender.

—Dígame su usuario.
—Mi usuario.
—Un segundo… —reviso… ha bloqueado la cuenta por poner la contraseña mal demasiadas veces. Me gusta imaginarme esas escenas en plan: Dice que he puesto mal la contraseña… eso es que debo escribirla más rápido—. Sí, mire, es que se ha bloqueado. ¿Me puede verificar su identidad? —siempre conviene tener un sistema que medio garantice al menos que el que llama es quien dice ser.
—Mi identificación.
—Vale… Pues ya lo tiene, pruebe a entrar… —y si es posible, sin volver a bloquearse, pienso, pero no lo digo.
—¡Ahora sí! ¡Gracias! ¡Buen día!

Estas llamadas no son la peores, ni de lejos. Cierto es que te quitan entre cinco y quince minutos de tu tiempo cuando la conexión es lenta y se quieren asegurar de que entran y que han cambiado la contraseña en condiciones antes de soltar el auricular. Por lo menos te dan las gracias y todo.

El caso contrario es cuando, nuevamente estamos inmersos en una partida de Pokémon Go con un compañero, y vuelve a sonar.

—Informática, dígame.
—¡Que me habéis quitado una carpeta del correo!

Todo el que se ha dedicado a la informática sabe que, por ley, debemos dedicar un 20% de la jornada semanal a borrar aleatoriamente ficheros, carpetas, contactos, correos, megas de internet, bolígrafos y clips del resto del personal de la oficina.

—Vale, ¿dónde se sienta usted?
—En la planta segunda, puesto veinte.
—Vamos allá… —una conexión en remoto y que me enseñe esa carpeta desaparecida. Ya le veo el correo abierto—. ¿Dónde estaba la carpeta?
—Aquí.

Despliega un churro monstruoso de «0 Michael», «1 Sonia», «2 Diana», «3 Juan», «4 Proveedor»… y dentro de esas carpetas más subcarpetas del tipo «2019», «2018», «2017»… y entramos en los sistemas abisales de «1-0 Enero recibidos» «1-1 Enero enviados», «2-0 Febrero recibidos»… Decido dejar para luego lo de limpiarme los ojos con salfumán, e intento echar una mano a la persona a la que le borré una carpeta sin yo saberlo.

—¿Cuál falta?
—Esta. La de enviados de enero a Juan —me responde. Efectivamente, veo que su sistema organizativo ha quedado asimétrico.
—¿La de este año?
—Sí. —Vale… —voy a darme dos oportunidades. Despliego «1-0 Enero recibidos». No está. Acierto a la segunda. Está dentro de «2-0 Febrero recibidos»—. Mire, ahí está.
—¿Y qué hace ahí? ¡Me la habéis movido!

Puede parecer una exageración, pero esto tiene su dosis de realidad. Mis compañeros y yo hemos recibido varias llamadas de ese tipo, en la cual hemos ido aleatoriamente al ordenador de una persona y le hemos movido la carpeta de correo. O mejor aún, los iconos de sitio. Porque es imposible de todas todas que una persona arrastre una carpeta dentro de otra sin fijarse. Eso es todo un departamento el que está detrás de semejante acto, cojones. Pero bueno, para qué vamos a andar discutiendo con nadie. Reapareció la carpeta, le ayudamos a reengancharla al nivel original y adiós muy buenas.

Esto puede mejorar y mucho (no) cuando el interlocutor te habla como si se dirigiese al cuello de la camisa. En esos momentos me siento como Alan Turing intentando decodificar una información que me llega cifrada y tengo que saber lo que me está diciendo: o necesita más datos en el móvil, o que el OCR no le reconoce el texto escrito a boli. Ahí hay que intentar cazar alguna palabra al vuelo que te pueda poner en contexto de qué te está contando.

Esa habilidad para detectar vocablos clave es también muy útil para las llamadas que empiezan por: «Pues mira, yo encendí el ordenador esta mañana, puse la clave, noté que tardaba un poco en entrar, se me abrió la página de inicio…». Te van a dar mucha información, y hay que saber distinguir lo que tiene relación con la llamada y lo que no. Y de paso, mantener la conversación de un modo que parezca que le estás escuchando todo aunque durante ese ratito estés pensando en el pajarito que has visto cruzar la calle mientras ibas a la oficina. Con ese tipo de llamadas, el cuerpo de uno requiere café.

El momento del café. Si odio el teléfono con cables, imagínate el teléfono móvil. Llamada directa y a cualquier momento. Me puede pillar en el café, o en el cuarto de baño. ¿Por qué? Porque antes por lo general me han llamado al fijo y no lo he cogido.

—Dime —sé quien me llama, no es usuario al uso.
—Oye, ¿te pillo bien?
—Pues no mucho, pero dime.
—Nada, es rápido. ¿Tú sabes dónde guardamos los teléfonos nuevos para la oficina de Lavapiés?

Me conecto a la bolita de cristal que llevo integrada en los huevos y hago memoria. Tenemos dos armarios, situados en dos plantas, que es donde dejamos ese material. ¿Se le puede consultar a alguien que esté cerca de los armarios? Pues no, porque tengo la capacidad de tener el inventario en la cabeza, por aquello de que yo mismo los desembalé y los guardé.

—En el armario de la segunda. ¿Quieres que te suba uno?
—No, gracias, ya me paso yo luego.
—Okey, hasta luego.

Llamadas, llamadas, llamadas. La única persona que demostró ser digna de emplear el teléfono fue Gila. Todo lo demás solo trae problemas.

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